"En la esencia de todo lo que existe subyace el arte" Ciruelo
"Mantén sucia la estrofa. Escupe dentro" Ángel González

El Réquiem de mis sueños


Javier

¿Conoces esa sensación  de que por mucho que corras no vas a llegar a tiempo a tu destino? Pues eso me pasaba a mí. Tenía la respiración entrecortada y pequeños pinchazos comenzaban a hormiguearme las piernas. ¡Maldita sea! Todo es por culpa de David, si no le hubiera hecho caso ayer por la noche, hoy no me habría quedado dormido. No paró de insistir en que fuera por la noche con él al nuevo bar que habían abierto en la esquina, pero la fiesta tampoco había sido nada del otro mundo...Bueno sí, vale, fue genial, y las tías con las que estuve tampoco estaban nada mal, a quién intento engañar. Aunque he de reconocer que salir un miércoles por la noche no fue precisamente una idea muy brillante.
Por fin, conseguí dejar las frías calles de Madrid tras mi espalda y entrar corriendo en la estación, que a aquellas horas de la mañana, estaba tan concurrida como de costumbre. Esquivé a todos los que se me cruzaban y bajé los pequeños escalones lo más rápido que me permitía mi exhausto cuerpo, vi el vagón que solía coger cada mañana en el mismo andén de siempre, a punto de ponerse en marcha, y con un último esfuerzo corrí más. Entré por los pelos, un segundo antes de que las puertas se cerraran, y ya más tranquilo, me permití un momento para recuperar el aliento. Definitivamente, no volvería a salir entre semana, esto era agotador. Apartándome de las puertas, me adentré un poco en el barullo de gente del estrecho pasillo, agarrándome a una de las barras del techo para no perder el equilibrio. Ahora sólo faltaba quedarse allí de pie y esperar hasta que llegara a la parada de la universidad. Esos eran los momentos más entretenidos de la mañana, no te imaginas las cosas que se pueden llegar a ver a esas horas en un tren. Eché una ojeada a la gente que había en el vagón: Una pareja acaramelada, trabajadores de traje y corbata revisando su agenda electrónica, estudiantes, una madre con un niño, algunas chicas con faldas que más bien parecían cinturones... Podría seguir contándoos, pero una cara en concreto me llamó la atención. ¿De qué me resultaba familiar la chica de vaqueros? Un momento, ¿no era una de las chicas de ayer, la del bar? Pensaba acercarme y decirle algo cuando un estruendo horrible  se desató. No sabría explicarlo. Oí un chirrido muy agudo y luego una explosión muy grande antes de perder la consciencia. Dejé de sentir mi cuerpo y fue como si mis pies volaran por el aire. Vi el vagón caer de lado y estrellarme contra un lateral lleno de cristales rotos. La vista se me nubló, y la claridad del día mezclada con el humo dio paso a una absoluta oscuridad. No veía, y lo único que oía era un estridente pitido en mis oídos. Todo empeoró cuando volví a sentir mi cuerpo. Un dolor muy intenso se desató en mi pecho, todas las partes del cuerpo me ardían, y la pierna izquierda, en concreto, me atormentaba de dolor.
Empecé a sentir algo cálido en mi cuerpo, la sensación de un líquido inundándome, el sabor de la sangre en mi boca.
No recuerdo cuánto tiempo pasó, ni que siguió a esa desapacible oscuridad. Dejé de sentir, deje de luchar contra esa corriente fría y el silencio lo sumió todo.
Fue cuando deseé haberme quedado más tiempo ayer de fiesta. Debería haber disfrutado, haber besado a la chica rubia que iba de negro, haber llamado a mi madre. Debería haberme quedado en la cama cuando vi en el despertador que sólo faltaban quince minutos para que saliera el tren. Deseé seguir con vida.


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Eva

Aún continuaba con un nudo en la garganta a pesar de haber subido al tren. Mi vía de escape hacia la salvación. Ni siquiera una vez que ya estuve sentada en una de las sillas grises del último vagón, y el tren se puso en marcha conseguí deshacerme de ese miedo, que atrofiaba cada uno de mis músculos. Con el deseo de olvidar todas mis preocupaciones, dejé que mi vista vagara por todos los pasajeros con los que compartía vagón, y de paso asegurarme de que ninguno de ellos fuera él. Ya me había asegurado tres veces mientras esperaba a que llegara el tren, pero prefería asegurarme de nuevo de que no hubiera conseguido encontrarme y hubiera subido al tren en el último momento.
Vi a bastantes jóvenes, universitarios seguramente. Prometedores, como me hubiera gustado ser a mí. Y mi mirada no pudo evitar posarse sobre dos de ellos. Una pareja. Sus manos estaban entrelazadas y se sonreían con ternura. Enamorados. Esa era una palabra que a mí ya me sonaba lejana. No pude evitar que mis ojos se humedecieran de nuevo, y para cuando me di cuenta, mi vista ya estaba completamente borrosa. A mi memoria llegaron recuerdos de hace tiempo, justo antes de casarme. Recordé lo feliz que era, lo perfecta que me parecía la vida, lo mucho que amé a Roberto. Roberto, ahora su nombre me provocaba escalofríos.
No dudaba que lo quería, y no me arrepentía de haberme casado con él, eso nunca. Había sido muy feliz durante varios años, y había conseguido el tesoro más preciado de toda mi vida, mi hija. Sin querer, mi mirada se dirigió hacia la izquierda, donde mi pequeña soplaba a la ventana y dibujaba sobre el vaho que se formaba en el cristal. Sus rizos dorados caían hasta sus hombros, y, aunque una pequeña sonrisa se vislumbraba en su carita de sonrosados mofletes, sus ojos verdes parecían tristes. Verdes, como los de él. No. Debía olvidarlo de una vez por todas. Sólo tenía que mirar hacia la pequeña niña para que desaparecieran todas mis dudas sobre lo que estaba haciendo. Ella con solo cinco añitos ya había soportado demasiado, y por nada del mundo quería que le ocurriese lo mismo que a mí. Y otra vez, los recuerdos volvieron a aparecer como dagas afiladas que se me clavaban en el pecho con furia contenida.
Recordé las tardes que pasaba angustiada en casa esperando que él llegara del trabajo, ebrio la mayoría de las veces. Tenía miedo. Temblaba cuando oía las llaves atravesando la cerradura y no podía evitar preguntarme a mí misma de nuevo ¿ y si esta vez se pasa y me mata? Él entraba tambaleándose, y tonta de mí no podía evitar preocuparme, le iba a sostener y le suplicaba que se fuera a dormir, que debía estar cansado. Él me agarraba con furia y me empotraba contra la pared para empezar a besarme el cuello. Yo le suplicaba que no, que esa noche no, que la niña dormía, que él estaba borracho y que no quería. Pero él me golpeaba como siempre. Un puñetazo o una bofetada en la cara cuando venía contento, otras veces se desquitaba hasta dejarme en el suelo sangrando y luego se iba a la cama. Otras veces, me golpeaba fuerte y luego me forzaba. Hacer el amor lo llamaría él.
Recuerdo como todos los días me decía a mí misma, ¡basta!, ¡esta ha sido la última vez! ¡Hoy mismo voy a dejarle las cosas claras! Pero las fuerzas siempre me abandonaban cuando lo tenía frente a mí. Solía pederme en el verde de sus ojos, que me hacían viajar a otra época, en la que todo era distinto. Me engañaba a mí misma constantemente. Él, en realidad, no es así. -me decía- Cuando nos casamos era distinto. En el fondo es bueno pero el trabajo le estresa. Solo era una época y ya pasaría. Después de todo yo tenía la culpa de todo, solía pensar, porque él es un buen hombre, y seguro que me quiere. Nos mantiene y nos da el pan para comer y yo sólo consigo enfadarle porque no sé hacer nada como es debido.
Pero eso ya era cosa del pasado. Lo había decidido, ya no aguantaría más, no volvería a ser su esclava, no volvería a humillarme, no volvería a golpearme hasta dejarme amoratada la cara y los labios cortados. Lo había decidido aquella noche. Desnuda sobre la cama y con él dormido a mi lado, las lágrimas solían deslizarse silenciosas por mi rostro haciéndoles compañía a las largas noches sin dormir, pero esa noche, en concreto, no dejé que siguieran corriendo y cesé el llanto decidida. En cuanto él se marchó a trabajar, metí algo de ropa y algunas cosas imprescindibles en una mochila deportiva, desperté a la pequeña y la vestí apresuradamente para cogerla en cuello y marcharme. Sin dejar ninguna nota, sin mirar atrás en ninguna ocasión. Simplemente desaparecería de su vida, como él lo haría de la mía. Ése ya sólo sería mi pasado.
El tren seguía con su traqueteo y por primera vez en toda la mañana me permití relajarme y me perdí en la vista que me ofrecía la ventana. El nudo de mi garganta se había aflojado, los nervios habían dejado de torturarme, y aunque no podría calificarse de sonrisa, un gesto de alivio se había instalado en mi cara. Me sentí agradecida de estar allí. Ese era mi billete hacía una nueva vida y una nueva oportunidad de vivirla. Ese tren era mi salvación.

De repente, todo se volvió negro y el mundo a mi alrededor desapareció para convertirse en un remolino que lentamente se cernía sobre mí. Unas lágrimas se escurrieron de mis ojos, con el único consuelo de que esas últimas gotas que derramé no fueron de sufrimiento ni impotencia, simplemente de alivio. Solamente fui capaz de susurrar unas últimas palabras antes de dejarme arrastrar por la oscuridad. El nombre de mi hija.

Lara…  
 

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Miguel  

Las imágenes pasaban rápido a través de la ventana. La estación ya quedaba lejos. Los antiguos edificios con salientes y enrejados balcones desaparecían tan rápido como llegaban, dejando sólo el recuerdo del color de sus fachadas y de unas masas deformes de color verde, que ya apenas parecían copas de los árboles. Esto junto con el suave vaivén del tren contribuían a que mis pensamientos viajaran lejos, con un rumbo desconocido.
Sé que pensé en muchas cosas aunque ahora mismo no sabría decir en qué. Al cabo de un rato acabé pensando en mi próxima boda. Me había comprometido hace poco y aunque algunas dudas aún se albergan en mi interior, estaba feliz.
Cuando sentí una cálida mano posarse en mi rodilla, todos los pensamientos absurdos se evaporaron, dejé de mirar sin ver por la ventana y me fijé en el frente, en ella.
Una sonrisa amable brillaba en su cara, como siempre, y sus ojos marrones destilaban esa vida tan propia de ella. Podría contaros como era su rostro, con una boca delicada de delgados labios y una naricita pequeña y respingona, pero, cada vez que intentaba analizarla en detalle acababa quedándome embobado, admirando su piel marfileña y ese rubor rosa pálido que aparecía en sus mejillas. Su cabello caoba, atado en una baja coleta caída hacia un lado brillaba con reflejos, que en ocasiones me recordaban al color dorado de un campo de trigo. Viéndola así, cobijándose en la calidez  que le ofrecía su jersey de cuello cisne, me daba cuenta de lo preciosa que era. No sabía lo que había hecho para merecerla, pero no quería perderla por nada del mundo.
-¿Qué pasa?- Me preguntó con una adorable sonrisa. -Te has quedado como embobado mirando por la ventana.- Su voz sonaba como una campanilla de cristal que conseguía embrujarme.-¿te pasa algo?- Preguntó.
La calidez y suavidad de su mano me envolvieron cuando cogió la mía en un sencillo gesto para trasmitirme seguridad y confianza. Desvié mi mirada hacia nuestras manos entrelazadas. Como si estuvieran hechas a medida encajaban perfectamente la una con la otra. La palidez de su tez resaltaba en contraste con la mía, y lo mismo sus dedos, que eran largos, delgados y precisos, dedos de mujer; a diferencia de los míos, que eran grandes y robustos a la par que torpes, dedos de hombre; pero a pesar de eso encajaban unos con otros como piezas de un puzzle. Lo mismo pasaba con nosotros, que a pesar de ser tan distintos nos compenetrábamos a la perfección.
 Fue entonces cuando lo comprendí todo, que la vida es corta y el mundo cruel, que debía aprovechar el momento, que todas mis dudas eran estúpidas. Volví a alzar la mirada hacia ella, que me seguía mirando con dulzura a la espera de una respuesta por mi parte. Sonreí.
-Nada. Nada en absoluto. Sólo pensaba... En lo afortunado que soy de tenerte.
Ella sonrió con más ganas y se acercó a mí sin levantarse del todo de su asiento. Noté su frente contra la mía, su cálido aliento alborotando a mi alrededor, y sus dulces labios chocando contra los míos, regalándome su último aliento.
No he sido capaz de volver a mirar a ningún tren sin rencor, no he sido capaz de desterrarla de mis recuerdos, no he sido capaz de olvidar el dolor y toda la oscuridad tras aquel último beso, pero sobre todo, no he sido capaz de dejar de amarla con locura aunque ya no esté conmigo.


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El tiempo escapa veloz, el reloj se mueve frenético con movimientos que resuenan Tic, Tac. Tic, tac. Casi no puedo contener mi ansia. Es todo un logro que haya conseguido actuar con naturalidad con toda la adrenalina que veloz fluye por mis venas. Escucho a mi corazón bombear con fuerza y aunque no lo quiera, una sonrisa está presente en mis labios sin que pueda hacer nada por evitarla. El tren se mueve de un lado a otro y la gente no cesa de entrar y apretujarse. Más gente, eso es, más infieles hacia el fuego eterno de Alá.
Una vocecita me anima en mi cabeza. Es la voz de mi pueblo que desde lejos apoya mis actos, defiende nuestra causa y lucha por el conocimiento que nos ofreció Mahoma. Y el tiempo sigue corriendo sin freno. 7:30, el tren se para... Tic, tac, tic, tac, 7:32 disimuladamente me deshago de la mochila que colgada desde mi hombro sonríe a la cercana muerte, 7:33 me alejo hacia otro vagón, paso entre el gentío con la satisfacción de un trabajo bien hecho, tic, tac, tic, tac...7:34, me bajo del tren y apresurado me alejo de la estación. Las puertas del infierno. Camino por la calle admirando el ir y venir, las prisas, los coches... Tic, tac, tic, tac...7:36, y estalla.
Por primera vez el tiempo parece ralentizarse. La gente grita y corre a mi alrededor, y yo sigo caminando con la sonrisa en mis labios. Puedo paladear el sabor de la muerte en el aire, y sé que ya no soy solo alguien más, que mi nombre ya está grabado en piedra, que ya soy parte de la historia de mi pueblo. No sólo un islamista más, si no un guerrero con identidad, vivo en el recuerdo como un inmortal. Ahora ya tengo nombre: El cobrador de vidas.   


La muerte

Puedo sentirla en la boca, con su sabor salado y a hierro. La sangre asciende ardiente desde mis entrañas. Me embruja con su envolvente movimiento, deslizante, serpenteante, como una lengua de fuego. Me hace perderme en la inconsciencia, y su color escarlata desata oscuros sentimientos de mi interior, provocándome dolor. Centelleante dolor como los colores del crepúsculo en el ocaso, brillando y dándole vida al cielo con sus matices.
Ansío poder desgarrarme la garganta. Abrirla en canal para que todos aquellos gritos y suspiros que contuve se liberen de su prisión en el nudo de mi tráquea y escapen volando. Lejos, que huyan lejos junto con las aves, porque en esta tierra seca ya no queda nada. Sólo murmullos, sollozos y angustias. Sólo eso, sangre, fuente de vida y de muerte.
¿Qué es esto? ¿Qué es mi cuerpo? Si yo solo soy aire, sólo un oscuro sentimiento.  Esa negra presencia que te sigue y te persigue en tu desazón por perder el miedo.
¿Y qué soy?¿Qué no soy? Soy muerte y destrucción. Cobradora de vidas. Serpiente, rastrera, me oculto en las sombras y soy tu condena. Ni fuego, ni azufre, ni mucho menos ardor. Soy frío y tinieblas.
¿Qué soy? ¿Qué no soy? Soy muerte y destrucción.  



En conmemoración a las víctimas de los atentados del 11 de Marzo (11-M) con 1858 heridos y 191 muertos, incluidos 2 no natos.