"En la esencia de todo lo que existe subyace el arte" Ciruelo
"Mantén sucia la estrofa. Escupe dentro" Ángel González

Redención


La adrenalina, el frenesí, el odio, la rabia… son sentimientos muy profundos. Es curioso observar cómo es capaz de infundir el valor que se necesita para cometer las temeridades y gilipolleces típicamente humanas. Y es que el ser humano es sorprendente, pero ínfimamente estúpido, solo hay que ver como unas palabras dichas con malicia por alguien cercano pueden desencajar una vida. Joderte la existencia. De cómo alguien podría darse a la violencia para no sentir las reacciones de la gente cuando se ve inundada por alguno de estos, o como se puede llegar a perder la humanidad hasta el punto de matar por puro placer físico. Solo un animal retrasado haría algo tan patético. Pero a fin de cuentas, ¿Qué somos los humanos más que eso? Animales salvajes e increíblemente estúpidos. 
 
El vaso se estrelló con fuerza contra el suelo. Se rompió en pedazos. Cientos de espejitos irregulares esparcidos por el suelo reflejando la luz de los fluorescentes y de una realidad afilada como el cristal mismo. Los pequeños añicos de una esperanza que cada vez que quería curarse y recomponerse de nuevo estallaba en pedacitos aún más pequeños. Eran solo una ilusión.

-¡puta! ¡No huyas!

Otro Crash, probablemente alguna desafortunada pieza de la poca vajilla que quedaba. Quizá un jarrón. No lo sé.

- A mi no puedes mentirme. Eres una golfa, seguro que les calientas la polla a todos tus profesores. Eres igual que tu madre. ¿Me oyes? Tu madre era una puta, igual que tú. Ojala te hubiera llevado con ella cuando se largó. ¡TÚ NO ERES HIJA MÍA!


La puerta se cerró como un resorte con un portazo, las bisagras chirriaron por el mal trato y el eco de la voz ahogada de su padre tras esta se extendió por el rellano del pasillo. Tara emprendió su huida corriendo escaleras abajo, casi como cada día desde hacía algún tiempo. Era la forma más rápida de alejarse de él, de acallar sus insultos y protestas, con el frenesí de su respiración agitada, de aplacar el dolor de su cuerpo, de sus heridas bañadas en sal y sangre con el agotamiento físico.

Las calles de Madrid la acogieron con un frío afilado que le cortó las mejillas y los labios. Notó su nariz helarse poco a poco a la vez que perdía sensibilidad en los dedos. No había tenido tiempo de coger una chaqueta, cuando las broncas empezaban lo mejor era salir corriendo antes de que el asunto empeorara. Caminó sin rumbo intentando apaliar la tempestad de sentimientos que arremetían dentro de ella, el frío de Noviembre y las ganas de llorar. Caminó sin rumbo, pero al mismo tiempo, dejándose llevar inconscientemente por el mismo camino de siempre. Las mismas calles, los mismos rodeos, la misma gente… Todo le parecía monótono y a la vez no, igual pero con matices diferentes que se reflejaban en la cara de la gente. Sus pies la llevaron de nuevo a sus bien conocidas vías del tren, paseaba entre ellas, perdía la mirada entre los cientos de guijarros que llenaban el recoveco entre los fríos listones de acero y jugaba a caminar pisando solo las trabillas de madera, como cuando era pequeña y jugaba con las baldosas del suelo y los pasos de peatones, esos de los que no te podías salir porque te quemabas. Quemar, ahora también sentía algo parecido, pero ya no era el mismo juego inocente, el ardor de ahora era un cúmulo de rabia y frustración que la consumían por dentro más dolorosamente que una lengua de fuego, y pasear entre las vías del tren era una de las formas que tenía de aplacar esta sensación de ahogo y asfixia. No podía negar que no era la primera vez que se planteaba dejarse caer en ellas justo antes de que pasase la bestia metálica, un ligero tropiezo, un resbalón y todo acabaría. En una ocasión estuvo incluso a punto de hacerlo, caminaba por encima del puente que atraviesa las vías, y mirando hacia abajo vio dos zapatos perdidos, desolados, abandonados en el tejadillo del andén, no se paró a pensar como pudieron llegar allí. Un zapato solitario, sin pareja, fue como ver el reflejo de un oasis en la gran tormenta de arena que eran sus pensamientos en aquel momento, pasó una pierna por encima de la barandilla y luego la otra, solo tendría que soltar los brazos, aflojar el agarre ligeramente y caería, solo un pequeño flash que apareció en el último momento la detuvo, como un gancho de derecha justo en la boca del estómago. Volvió atrás.

Las viejas vías la condujeron a una de las zonas marginales de la ciudad, donde las fábricas abandonadas compiten con los solares llenos de maleza para decidir quien puede más y quien le arrebata más terreno a la urbanización y el progreso a dentelladas, de vez en cuando veías algún vagabundo dormir en una esquina, otras veces tenías que conformarte con oír el sonido que hacían las ratas al competir por los restos y migajas que habían dejado los perros. La poca gente que vagaba por ahí caminaba siempre con prisa y sin fijar la vista en ningún sitio, algunos fingían tener asuntos muy importantes en los que pensar, otros simplemente miraban con repulsión a todas partes y trataban de pasar los más rápidamente posible. No era la primera vez que pasaba la noche en la calle, y contrario a todo pronóstico, se sentía bien haciéndolo, o por lo menos no tan mal como “en casa” (nunca sería capaz de llamar hogar a aquello). La impasividad de la calle, la indiferencia, le servían como un escudo que echarse al hombro, una capucha que la cubría de toda la mierda que le salpicaba por un lado o por otro. Le era agradable ver que la gente pasaba a su lado sin ni siquiera dirigirle una mirada de más, por mucho que tan solo fuera una adolescente y se encontrara tirada en aquellos lugares. No quería la compasión de nadie.

Entró en la casa más apartada de todas, la más derruida, la más triste. Siempre acudía a aquella y no sabía porqué, le llamaba la atención su forma, la complejidad de lo que en su día debieron ser las habitaciones, quizá fuera simplemente una costumbre. Merodeó por todos los cuartos para asegurarse de que estuviera vacía sintiendo como los cristalitos entintados de polvo esparcidos por el suelo crujían bajo el peso de sus pies, y se acabó recostando en la esquina que menos cristales rotos tenía, siempre con una ventana cerca por si tenía que salir corriendo. A través de esta podía ver como el cielo se iba amoratando, oscureciendo al entrar en los abismos de unas fauces que envolvían toda la ciudad de negro y estrellas, haciendo que ese lapso de tiempo suspendido en el silencio, que parecía eterno, fuese como una extensión de su cuerpo y su mente, su vida misma. Las frías horas nocturnas pasaron lentamente, quejosas y apesadumbradas, hasta que el amanecer la encontró cobijada bajo su estrecho abrazo helado, haciéndola despertar del ligero duermevela que la había azotado en la madrugada, sueño que se le iba desprendiendo poco a poco, pesado, retazos de piel muerta que caían a cada paso. Había conseguido soñar, hacía años que no lo hacía, desde que su madre se había ido, y extrañamente, había sido un sueño feliz.

Se puso en pie y se sacudió parte de la porquería que se había quedado en sus vaqueros, intentó subirse más aún la cremallera de la sudadera si es que eso era posible y se puso la capucha. La mañana le parecía más fría incluso que la noche. Salió a paso lento adentrándose en las frívolas calles de la ciudad, que ya se encontraban atestadas a pesar de ser tan temprano. Anduvo sin rumbo, simplemente dejándose llevar por el gentío, hasta que vio algo que le llamó la atención. En la entrada a una rotonda, una gran señal de color azul, todas direcciones rezaba junto al símbolo de una autopista y un aeropuerto. Había visto señales como esa cientos de veces, pero nunca se había detenido a pensar la connotación que tenían. Todas direcciones, suena a libertad, una libertad que llevaba ansiando mucho tiempo. Permaneció allí, de pie, un largo rato mirando fijamente a la señal de tráfico, se sentía como si estuviera en una burbuja que la apartaba del mundo real que la rodeaba. Los ruidos se volvieron obtusos y lejanos, la gente pasaba con prisas por su lado y los coches no cesaban en su ida y venida por los diferentes carriles sin prestarle la más mínima atención ni a ella si a ese alto poste que la tenía tan absorta. La burbuja explotó, y la idea vino a ella con la misma fuerza que aquel gancho de derecha que la inmovilizó cuando iba a saltar al tren. Todas direcciones, ella también quería ir… a todas las direcciones. Emprendió de nuevo su camino, pero esta vez, sí sabía hacia donde se dirigía.

La llave encajó con precisada perfección y fuerza en la cerradura, y abrió la puerta con lentitud para evitar cualquier ruido. El sonido sordo que hacían las suelas de goma de sus playeros contra el suelo inundó el piso entero y para evitarlo empezó a caminar de puntillas muy despacito. Si su padre estaba en casa lo más seguro es que estuviera dormido en el sofá, aún borracho, y quizá, si había tenido suerte, con alguna prostituta acostada a su vera, y para lo que tenía en mente era preferible que ambos siguieran inconscientes. Cuando llegó a la altura del salón asomó perezosamente la cabeza para ver la estampa. Nada, vacío. Fue a mirar al cuarto de su padre por si en un arrebato de extrañeza le había dado por usar la cama. Tampoco. Estaba sola. Sin importarle ya el ruido echó a correr por el pasillo y entró en su habitación como una exhalación, buscó la mochila del instituto y le dio completamente la vuelta para vaciarla, dejando todos los libros esparcidos por el suelo; economía, historia, matemáticas… unos encima de otros y con las tapas dobladas, a donde iba no le hacían falta. Empezó a meter apresurada todo lo que pensó que necesitaría, pero mientras sacaba a brazadas la ropa del armario y prácticamente la metía a puñetazos en la mochila un pequeño marco de cristal que estaba escondido en una camiseta se precipitó al suelo. Cerró los ojos instintivamente antes de oír el crack, y cuando se agachó y apartó los cristales para ver de qué se trataba el corazón se le paró un instante. Cuchillos afilados la atravesaron y desgarraron su carne, sintió sus tripas retorcerse en una lucha interna por librarse de las ataduras que la unían a su cuerpo, como si quisiesen huir a través de su esófago, y notó como cada uno de sus músculos, del meñique del pie a los pómulos, se tensaron, rígidos como varas de acero, y unas arcadas tremendas ascendieron hirvientes por su interior. Su madre. Era la única foto que había conseguido salvar de su padre cuando en un arranque de odio empezó a quemarlas todas. La había escondido allí porque sabía que él nunca la encontraría. Se quedó un rato mirándola, acariciando sus contornos con la mirada, analizando cada facción. Sin duda alguna había sido hermosa. Se levantó con la foto entre las manos pensando que podía hacer con ella. No quería perder lo único que conservaba de su madre, pero por otra parte, ella la había abandonado ¿Por qué debería conservar con cariño algo suyo? Además, su intención era dejar todo lo relacionado con su familia atrás, así que depositó la foto encima de la cama y se dio la vuelta para, esta vez sí, coger la chaqueta y volver a salir corriendo del apartamento escaleras abajo. Pero antes de que alcanzara el segundo descansillo se paró en seco y volvió a subir, se sacó del bolsillo sus llaves junto con el llavero de un dado gigante y las lanzó al felpudo, no las quería más.

Al dejar atrás el portal y salir a la calle el día le pareció más resplandeciente, menos tortuoso, y a cada paso que daba se daba cuenta de que le era más fácil respirar. Por fin había conseguido deshacerse del pesado yunque que le aprisionaba el pecho y no le permitía ni paladear el ácido sabor del aire ni acariciar la dulzura del sol. Empezó a acelerar el paso poco a poco, y en un momento dado, no sabría decir cual, se encontró corriendo, disfrutando de cada bombeo de sangre, cada respiración, cada zancada y cada azote de viento contra su pelo. Cuando llegó a la estación su cuerpo estaba más que exhausto y le costó un esfuerzo titánico encontrar al fondo de su garganta la suficiente voz para comprar un billete. Con el valioso papel en la mano se adentró en la concurrida estación donde decenas de autobuses esperaban en fila que una minúscula manecilla llamada minutero les diera el pistoletazo de salida. Se sentó en una pequeña banca a recuperar el aliento y esperar junto con los ansiosos autobuses, que puede que en realidad no estuviesen tan ansiosos, y observó el panorama. La gente iba y venía, permanecía, chillaba, jugaba… que simples eran todos. Se incrustó más profundamente la gorra en la cabeza y ocultó su rostro aún mas, observó sus playeros e imaginó que los autobuses estaban vivos en realidad y que sus faros eran sus ojos y su guardabarros su sonrisa, y cuando se cansó de aburrirse y filosofar sobre tonterías se levantó, y con la mochila al hombro subió al primer autobús que encontró. Ni si quiera miró el destino, eso era lo de menos.

Desde allí arriba, a través de la ventanilla, el mundo se veía con otra perspectiva, más claro y diáfano, más simple, pero ya tendría tiempo de pensar en ello más tarde, después de todo, apostaba por que su viaje sería largo. Se incrustó los cascos en los oídos y encendió su antiguo walkman, los acordes empezaron a sonar casi al instante y una voz de mujer tras ellos.

Hubo un tiempo que fui feliz, un tiempo lejano que deja sabor a antiguo. Perdí ese sentimiento, voló con el tiempo y le dije adiós con la mano. Corrí tras su estela pero no lo alcancé, y ahora me cuesta encontrar de nuevo una razón para sonreír...


Rápidamente cambió de canción. Ya no más historias tristes, ya no más letras que la hicieran llorar. Puso tecno a todo el volumen que podían soportar sus pequeños oídos y cerró los ojos, y durante un momento, un solo lapso de tiempo, entre una exhalación y otra, casi imperceptiblemente, un amago de sonrisa apareció en sus labios.