"En la esencia de todo lo que existe subyace el arte" Ciruelo
"Mantén sucia la estrofa. Escupe dentro" Ángel González

Labios de Ceniza


>> A mí que he perdido la cordura,
que estoy condenada y muerta para el mundo,
- no se me matará- <<
Arthur Rimbaud.

El zippo soltó un chasquido cuando la llama brotó de sus entrañas. Fuera está lloviendo, la noche pinta gris y pesada, de esas que hacen que la calle esté desierta. El viento azota sin descanso las ventanas que, mientras,  reproducen la melodía que hacen las gotas de lluvia al impactar contra el cristal.
La llama roja incandescente se acercó al cigarrillo que tenía en la boca y lo encendió escuchando con placer el sonido que hacía al consumirse el tabaco. Sus labios rojos escarlata aspiraron con fuerza, se apartó el cigarrillo y expulsó el humo junto con un leve suspiro, de esa manera tan sensual que había practicado durante mucho tiempo para resultar interesante y que ahora ya le salía por acto reflejo. 
La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la tenue luz amarillenta de  las farolas de la calle. Luz suficiente como para observar, al otro lado de la habitación, la figura que dormía plácidamente en el medio del gran colchón matrimonial.
Un pecho no excesivamente robusto, pero si cubierto de un tupido bello, ligera tripilla cervecera y una maraña de pelo negro sobre la almohada. No era ningún modelo de Calvin Klain, pero había tenido tipos peores en su cama. De hecho, ninguno de los dos era una exótica belleza tentadora, ninguno de los dos acabaría siendo alguien famoso o importante ni ninguno tenía la intención de que aquello les llevase a nada serio, simplemente se lo pasarían bien y rematarían una noche de alcohol como cualquier otra con una ración de sexo desenfrenado.  No entendía por qué se lo había tirado, siempre era lo mismo, la misma rutina, la misma faena, la misma desilusión. Noche tras noche, en un bar o en otro, buscaba restos de cariño y un poco de amor propio en cientos de bocas distintas que, al fin y al cabo, le sabían igual y la dejaban con la misma sensación de insatisfacción.
Se levantó despacio del butacón burdeos y desnuda caminó por la habitación sin pudor ninguno. Sus pasos sonaban contra el parquet como un eco sordo y calculado, pisaba con precisión para no tropezar con lo que había desperdigado por el suelo y para no hacer ruido. Se paró ante el gran tocador de madera, sembrado de papeles, llaves, caramelos, libros y más libros y algún que otro marco de fotos. Su mirada se clavó en un marco y se quedó observándolo mientras fumaba su cigarrillo distraídamente. Para entonces el humo ya se había adueñado de casi todo el espacio aéreo del habitáculo, y seguía expandiéndose, haciendo remolinos y cabriolas en el aire, como un baile progresivo y lento camino a la locura, pasando del gris al blanco, y de este a la nada.
Su expresión era fría e inhóspita, y sin inmutarse lo más mínimo cogió el marco y lo puso a la altura de sus ojos, escrutándolo de arriba abajo para no perder detalle. Detrás del cristal le devolvía la mirada una pareja feliz. El hombre que dormitaba en la cama salía en un parque abrazando feliz a una chica delgadita y pequeña, morena, de pelo corto y sonrisa tonta. Una mujer que no se parecía en nada a ella, una mujer a la que miraba, de repente y sin saber por qué, con envidia.

Posó de nuevo el marco, y se alejo dándole la espalda. Fue recogiendo del suelo prendas desperdigadas, pero cuando iba a empezar a ponérselas se percató de que no tenía su tanga. Buscó por todas partes, se arrodilló debajo de la cama y fue incluso hasta el baño, pero su tanga se negó a aparecer. De todas formas, no le importó demasiado, y se puso el vestido sin ropa interior.
Se acercó despacio a la cama, como un felino a punto de atacar, con mirada fiera de prepotencia y arrogancia, como queriendo decir a través de sus gestos corporales que ella era muy superior al hombre que dormía y al que no paraba de observar. Podía sentir los músculos en tensión y las ganas internas de saltar sobre él para golpearle, arañarle y morderle con rabia, sentía la cara de asco que se le formaba sin quererlo en la cara, pero luchando contra sus impulsos finalmente se alejó de él. Caminó por última vez hacia la cómoda, y tiro el marco con la foto de un manotazo tras aplastar el cigarrillo consumido junto a él. 
Cogió los tacones en la mano y caminó hacia la salida. La puerta se cerró con un leve portazo, pero el único testigo fue un hombre que dormía y creyó soñarlo, se dio la vuelta en la cama, y cayó de nuevo en brazos de Morfeo.
El único resto que quedaría de su presencia en aquella casa sería una prenda de ropa interior escondida en algún rincón y una quemadura en el armario nuevo. Una quemadura junto a un cigarrillo roto, consumido, aplastado contra la robusta madera de castaño color pardo. Una quemadura perfilada de grises y tristes cenizas, del polvo de unos labios que antes habían sido rojos, de restos de hastío de una vida monótona asqueada de sí misma.   

La calle estaba vacía, desértica, decrépita. La lluvia había cesado pero la carretera aún mantenía su recuerdo, y en la acera numerosos charcos reflejaban una luna llena tapada por las nubes.
Salió del portal y comenzó a caminar sin saber exactamente hacia donde. Sentía la humedad bajo sus pies descalzos y el tacto de las baldosas, tan ínfimamente helado, que los pies empezaron a dolerle. Miró delante y detrás de ella. No había nadie, absolutamente nadie, ni a pie ni en coche, así que se bajó de la acera y comenzó a caminar por el medio de la carretera. Su tacto era más áspero, pero era más reconfortante que el frio helado de las baldosas. El pavimento le ofrecía un calor particular que no encontraba en ningún otro sitio, porque podía sentir en su interior una chispa de emoción, como una niña que sabe que está haciendo una travesura, al andar por el medio de la carretera sin pensar en qué pasaría si viniera un coche. Un pequeño chisporroteo de adrenalina que ya apenas podía sentir por casi nada.
Amaba el asfalto, amaba el alquitrán recién esparcido. Le encantaba el olor acre y pringoso que se le quedaba en la nariz después de olerlo, igual que la gasolina, y le encantaba ese color tan negro y atrayente, tan absorbente; ese negro que, mojado, parecía carbón.
Bajó la vista al suelo y la inmensidad del color le produjo vértigo, sintió como si hubiera estado dando vueltas sobre sí misma toda la noche. Se derrumbó. Calló de rodillas al suelo con los ojos abiertos como platos y la respiración agitada. Estaba tan cerca del suelo que casi podía oír las pulsaciones de la tierra, su respiración. El olor ácido a carretera mojada inundó sus fosas nasales. Qué bien olía. Acarició el áspero terreno y se tumbó.
Acurrucada en el medio de la vía cerró los ojos y dejó la mente en blanco. No supo por cuanto tiempo, no supo si se había dormido o no ni el por qué lo había hecho, pero le reconfortaba. Cuando volvió a abrir los ojos se encontraba tranquila y la rabia que había sentido en el piso de aquel hombre había desaparecido. Se reincorporó y miró al suelo, le habían entrado ganas de darle un beso. Una parte racional de su cabeza le decía sin parar que no lo hiciera, que se levantara y caminara hacia casa, que ya había hecho suficientes tonterías por una noche, pero lamentablemente esa era también la parte de su cabeza que más fácilmente podía ignorar. Se agachó y sacó la lengua.
El asfalto sabía a polvo y neumáticos, pero a pesar de eso, el gusto que le dejó en la boca le resultó más placentero que los miles de besos que ya había probado. Con la carretera no había sentido esa desapacible insatisfacción, contrariamente, empezó a sentirse a gusto consigo misma. 
La lluvia comenzó a caer de nuevo, suavemente, imperceptible, casi como el rocío.
Se alegró. Sonrió ligeramente y comenzó a caminar de nuevo. Le gustaba sentir el aguacero acariciando sus brazos desnudos y desordenando su pelo, se sentía fresca y renovada, libre de imperfecciones, ataduras, deberes.
Se sentía tan bien, que le entraron ganas de arrancarse el vestido y caminar rumbo a casa desnuda, de disfrutar de su cuerpo y de sentir el aire revoloteando a su alrededor.
Se sentía tan bien, que lo hizo.