"En la esencia de todo lo que existe subyace el arte" Ciruelo
"Mantén sucia la estrofa. Escupe dentro" Ángel González

Luz de Luna

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Pálida, mortecina, una pequeña sonrisa en el mar de la tristeza oscura, un brillo de esperanza en la inmensa noche. La luna es un astro mágico, perturbador, la luna es un fantasma olvidado, un barco en la neblina, lejana, juguetona juega al escondite, un día la ves, y al siguiente ya no, tímida se esconde tras un manto de negras nubes. La luna puede despertar los instintos dormidos, los sentimientos  más ocultos y los pensamientos más profundos, ¿Cuántos hombres no habrán perecido bajo su fulgor? ¿Cuántos no abran querido morir de amor por ella, aullarle, quererla, perder su humanidad por poseer tan solo un roce de su tez blanquecina? Ausente, esplendorosa, una dama callada y delicada. Yo estoy segura de que la luna es una bruja, una mariposa, un hada perdida en el cielo, hace ya milenios, cuando el mundo todavía era joven e inocente, suspendida en un tiempo muerto y atrapada en una noche eterna.
Incluso a cientos, cientos de miles de kilómetros, en las bastas tierras de otro lejano planeta bañado de un azul profundo, la luna es observada con adoración por unos pequeños ojillos inundados de tristeza, unos ojillos anhelantes que buscan averiguar donde esta su sitio. Entre un mar de espinas, las afiladas dagas de sangre que se ocultan tras la belleza, posado sobre la tersura de una hoja carmín en un hermoso rosal, nuestro pequeño protagonista, un mosquito, mira con adoración la luna, enamorado de su brillo, celoso de su luz. Es triste vivir en una noche eterna, más aún cuando esta es tan larga y silenciosa y el peso de la soledad cae sobre tus hombros como una bóveda celeste. Y es por esto que el pequeño animalillo tenía un sentimiento tan profundo y especial por el blanco astro, porque cada vez que alzaba los ojillos al cielo y observaba su fulgor podía imaginar que era de día, que el rey sol era el que brillaba allá a lo lejos  y le calentaba. En ocasiones cerraba los ojos y era capaz de sentir los diáfanos rayos de ese milagro que es la luz dando toquecitos a las puertas de sus párpados, pidiéndole que abriera los ojos a un nuevo día y a una nueva forma de vivir la vida, pero cuando volvía a abrirlos y se daba cuenta de que solo era un sueño que lo único de real que tenía era los suspiros que le provocaban en el pecho su decepción era tan grande que cada vez le hería más.
En cierta ocasión, pensó que viajando sería capaz de encontrar aquellas tierras en las que aún era de día, pues por casualidad había escuchado una conversación ajena en la que un hombre aseguraba haber recorrido el mundo entero, el cual era redondo y muy hermoso, pero también caprichoso, ya que mientras que en algunos sitios era de noche en otros era de día, y mientras en algunos sitios hay desiertos y sequías, en otros hay montañas de hielo e inundaciones. Y con esta idea en la cabeza y su objetivo bien claro empezó a agitar sus pequeñas alitas y levantó el vuelo. Recorrió los más hermosos parajes vistos alguna vez, grandes bosques de encinas, robles o sauces de colores tan vivos y variados que crearían la envidia en muchos cuadros, pudo ver las coronas de las montañas, que eran de un oro blanco muy fresco y puro, recorrió y jugó con todas y cada una de las dunas del desierto, pero ni siquiera así fue capaz de hallar un mísero rayo de sol. Parecía que el destino quisiera atormentarle, pues por más que avanzara la noche le perseguía, se le lanzaba encima con avidez y voracidad, sin tregua ni descanso, cubriéndolo todo con su gran manto negro, hasta que, ya derrotado, decidió sentarse en un bello rosal que vio en el camino. Estuvo un buen rato allí quieto, simplemente pensando y observando la inmensidad del cielo y la soledad de la luna, preguntándose por su existencia y sintiéndose cada vez más y más miserable, hasta que, quizá por casualidad, o puede que fuera el destino, algo pasó ante él.
En su largo camino de soledad por la vida nunca había visto una criatura tan hermosa y mágica. Pasó ante sus ojos con un vuelo ligero, y a su solo paso  sintió un puño hundirse en su pecho que lo atravesó de parte a parte dejándolo sin respiración. Cuando volvió a coger aire supo que ese puño ya nunca saldría de su interior, era una pequeña espina que se le había clavado en el corazón cuando ante sus ojos vio a la mismísima luna volar entre las flores. Asustado miró al cielo en busca del astro, preocupado por si se había caído, pero seguía allí, tan sola y triste como siempre, extraviada y melancólica. Sin embargo, era imposible, por muy desesperado que estuviera, que él hubiera podido imaginarse algo tan hermoso. Todavía perturbado y enajenado, emprendió el vuelo tras la bella criatura, que tras su paso había ido dejando una brillante estela. Cuando consiguió dejar tras él las barreras de vegetación, todas las altas plantas y flores, que le impedían ver de nuevo a la extraña criatura, entró en un mundo nuevo, una realidad paralela que le catapultó hacía un sentimiento desconocido para él, aquello que algunos llaman felicidad. El hermoso estanque rodeado de flores silvestres y enredaderas en el que se encontraba pareció evaporarse dejándole solo con la imagen de la pequeña luna sentada en una hoja, todo a su alrededor había adquirido un brillo incandescente, y el haz de luz que desprendía su cuerpo terminó por cautivarlo. Siguió volando, volando y acercándose, poquito a poco, sintiéndose cada vez más nervioso, percibiendo las pulsaciones de su acelerado corazón con cada aleteo, como si estas fueran directas a sus alas otorgándole fuerza y debilidad al mismo tiempo. Cuando llegó a su altura y ella giró el rostro para mirarle sintió desfallecer del todo. Era hermosa, no, bella, ¡No! ¡Mucho más que eso! Su vocabulario no tenía palabras que la describieran, toda ella era…Luz.
-          Eres… ¿Eres un hada?
-          No.
Se irguió y extendió sus alas, las más hechizantes alas que nunca hubiera visto. No eran como las suyas, transparentes y llenas de pequeñas ramificaciones, eran el más intrincado y colorido mosaico de luces y dibujos que hubiera visto, con adornos y llamativos diseños, todos ellos rodeados por ese amarillento fulgor que la acompañaba y empezaban a embriagarlo.
-          Entonces, ¿eres una estrella?
-          No, solo soy una luciérnaga.
En ese momento pensó que esa era la palabra más bella que hubiera oído jamás, como también lo eran su voz y sus ojos. Y a medida que pasaba el tiempo y más hablaba con nuestra brillante luciérnaga, más dichoso se sentía, y comprendió que ese cautivador sentimiento no era otra cosa si no amor. Pensó, que las noches no volverían a ser oscuras, ni tampoco solitarias, y de pura alegría, y también de alivio, sus ojos soltaron dos solitarias lágrimas que él se tomó como una despedida. Lamentablemente para él, no fue una despedida muy larga, y antes de lo previsto se vio ahogado de nuevo en un mar de lágrimas. La luciérnaga no era capaz de comprender el porque de tanta tristeza acumulada en su nuevo amante, pues con la luz que desprendía a sus espaldas la noche nunca fue noche para ella, ni la oscuridad, oscuridad. Escuchó atenta toda la historia del mosquito, su viaje y sus parajes, sus descubrimientos y sus recuerdos, notando como era capaz de compartirlos con él mediante ese simple gesto. Todo parecía ir estupendamente al principio, cuando volaban juntos y reían, hasta que todo, por los azares del destino nuevamente, se evaporó como un sueño, como una luz que se apaga lentamente.
Se hallaban ambos sentados en un alfeizar hablando de tonterías cuando un extraño zumbido interrumpió su conversación. Era un aleteo alegre y socarrón, y cuando se giraron para ver de qué se trataba vieron como un gran moscardón se tragó, literalmente, la ventana. Estaba del otro lado tratando de pasar, pero aunque su pecho era grande y fuerte, su cara tenía gran atractivo y su cuerpazo era digno de un atleta, se ve que el pobre no tenía mucha capacidad mental, pues no solo no veía el cristal, si no que una vez tras otra volvía a repetir los mismos pasos y volvía a chocar. Tras lo que pareció una eternidad por fin consiguió encontrar una abertura que le permitiera salir, y con su fuerte y altanero aleteo, dio un par de vueltas alrededor de la pareja exhibiendo sus encantos, en parte para dar envidia y en parte para conquistar a la inocente luciérnaga, que resultó no ser tan inocente cuando a pesar de haber decido que el moscardón era definitivamente idiota, prefirió irse con él que permanecer junto al mosquito.
Este fue un duro golpe para el mosquito, que a medida que veía a su pequeña y dulce luciérnaga alejarse junto a la mosca cojonera más le dolía el corazón. La espina que en su día se le había clavado y le había otorgado felicidad estaba siendo ahora removida con sarna y crueldad, extendiendo su dolor a todas las pequeñas partes de su cuerpo a medida que el brillo que desprendía la luciérnaga se alejaba cada vez más, poquito a poco, hasta que todo volvió a las tinieblas que tan bien él conocía. Y así continuó por días, cada vez más y más triste. Volvió a cada sitio en los que había estado con ella, y permaneció incansable acudiendo en todo momento al lago en el que la había visto por primera vez, hasta que, cierto día, yendo de camino, creyó ver un ligero resplandor a lo lejos. Al principio pensó que no sería más que otra de sus traicioneras e hirientes imaginaciones, pero cuando más se acercaba más se daba cuenta de que era una luz real, igual de diáfana y esperanzadora que la que siempre llevaba a la espalda su querida luciérnaga. Recordó las palabras que ella le había dicho una vez y entonces supo que esa luz era ella, que volvía con él para hacer realidad sus falsas promesas.
<< Ven conmigo, te enseñaré un camino que nos lleve al cielo, vayamos a jugar en el sol, en las estrellas, una danza mágica que despierte la alegría, un carnaval de verano. Vayamos, vayamos juntos a jugar en la luz. No te preocupes, a donde vamos no habrá más oscuridad >>
Voló lo más rápido que le permitieron sus alitas gritando al cielo su nombre y riendo, pero en cuanto llegó y trató de alcanzarla, una descarga, un agudo dolor, un sonido extraño y olor a chamusquina.
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ha caído otro! ¡El matamoscas funciona!