"En la esencia de todo lo que existe subyace el arte" Ciruelo
"Mantén sucia la estrofa. Escupe dentro" Ángel González

19 de octubre de 2010

Muerte en Paris

Muertos.
Sabor dulce. Suaves hondas perfumadas de menta que traen los vestigios de lo que fue una vida palpitante, humeante de carne henchida y
caliente que abandona la inmundicia de esta perra vida con los restos de mugre que arañan las paredes de nácar de una bañera impúdica. Se despide sin sonrisas, ni lágrimas, ni nada, simplemente arrastrada como un gorrión pisoteado en el asfalto, simplemente ser por ser, muerte por muerte; no merecida. Carne viva se arrastra y crepita entre los huecos de uñas y dientes, gritando a una llamada todavía no escuchada que vierta alguna luz sobre el asunto, porque los llantos desconsolados se han abierto paso por los caminos más insospechados, y son tan desgarradores que truenan en las cabezas de los presentes como una procesión de tambores, que van anunciando la llegada de la muerte, de un ataúd encofrado lleno de arrepentimiento y dolor, una caja de juguetes vacía que tiene aroma a pintauñas barato.

La mano reposa inerte en el vacío, suspendida entre este mundo y otro, naufragada en un mar de áureas rojas, ahogada en sangre fría y traicionera que exhala y vuela hacia un obscuro remolino que es vacío desolado, donde aullan los desaparecidos. Lenguas de plata que lamen, ávidas, brazos amputados con la furia de mil ojos llameantes que nunca parpadean. Y mientras los pequeños “piesecillos” descansan sobre el lavabo de la casa desierta, el agua perfumada va abandonando poco a poco el cubículo blanco con algo de reticencia, quejándose en silencioso por tener que retirarse de la tibieza que exhala ese cuerpo poco a poco, que muta en frío escalofriante y ojeroso, que atrae pesadillas en las que una rejilla metálica es la única testigo sobre del crimen cometido, en las que el tintero es derramado con violencia sobre un papel impoluto, perdido para siempre entre borrones que pudieron ser poesías o besos convertidos en palabras. Y todo se va olvidando y quedando atrás, abandonado en una de las frías calles de París con la misma délicatesse con las que son tratadas las queridas mauvaise femme que acarician las pasiones nocturnas de cuanto caballero francés se digne a ellas.


Y mientras tanto, los pies ya están fríos, reposando, aún, en lo alto de la bañera, coronando la escena, dándole un aspecto más tétrico al paisaje, mostrando las heridas que causa una realidad demasiado afilada.


Fotografía de Nan Goldin



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