Apareció entre los
colores y las voces que se mezclaban y se fundían dotando al lugar de una vida
extraordinaria, real, como pocas veces se ha visto. Todo el mundo parecía
feliz, todo el mundo parecía inocente (aunque también pudiera ser que fuera yo
quien lo estaba y en mi cabeza le impusiera es mismo estado a todo el mundo)
Apareció portando
aromas; esencias de vida en frasquitos de porcelana fina y cristalerías con
engarzadas piedras preciosas, los olores se esparcían por el aire de
manera tan notable que aseguraría que
podía ver las esencias de los olores, haciendo espirales y cabriolas en el
viento. Los espectaculares recipientes te arrastraban de lleno a un mundo de
riquezas y vestidos dorados. Podía verme en el mismo sitio, con una tiara de
flores en la cabeza y bailando junto a él siglos atrás.
Apareció entre la
espesura de la gente bailando, dando brincos sobre sí mismo y con una enorme
sonrisa en la cara, colorada como un tomate maduro. Y en aquel momento me hizo
gracia. Podría ser por su particular atuendo, por su baile excéntrico en el que
parecía que sus piernas se habían enfadado y trataban de huir de él; quizás por
la comicidad de su expresión entre el nabo amoratado que tenía por nariz y el
sonrojado de sus mofletes. No supe porqué, ni lo sé aún, pero me resultó tan
gracioso que se me escapó una risilla. Suave, onírica, cautelosa, avergonzada,
natural, pero sobre todo la sonrisa más sincera que he escuchado salir de mi
propia garganta.
El me devolvió la
sonrisa más ampliada y continuó con su baile, exagerándolo más. Creando un
pequeño espacio aislado entre la muchedumbre para nosotros, para su baile frenético
y mi alegría al contemplarle. Sin que nadie interrumpiese, sin que los colores,
los olores y la música perdieran fuerza a nuestro alrededor.
Cuando pasé junto a él
me hizo una pequeña reverencia y yo amplié mi sonrisa, y antes de que me diera la
vuelta me dijo "Toma" y rebuscó entre sus finas cañitas de madera
que sujetaba en un puñado. Cogió una del borde y se la llevó a la nariz para
comprobar su aroma. Satisfecho con su
elección me la extendió y con un acento argentino verdaderamente arrebatador me
susurro como un secreto “no te habré
sacado dinero, pero te he sacado una sonrisa. Para una mujer tan linda, es un
aceite de mango"
Y así era. Un fuerte
aroma dulzón me envolvió cuando me acerqué la varilla a la nariz. Me sumergió
en un segmento parado del tiempo, lejos de todo, porque uno de mis 5 sentidos
estaba disfrutando de un orgasmo. El inconfundible olor a mango me trajo
consigo el recuerdo de un mar Caribe, de aguas cristalinas y sabor tropical. En
mi boca aparecieron los rastros de algún coctel y sentí como en mis brazos el
bello se erizaba, presa, sin duda, de algún cosquilleo, que nacido tras mi
nuca, había escapado a la velocidad del rayo al resto de mi cuerpo. "¡gracias!" Exclamé eufórica con mi varilla de mango en
la mano como si se tratara de un tesoro. El argentino bailarín me guiñó un ojo
y me lanzó otra sonrisa ladeada y sincera antes de ser engullido de nuevo por
la masa, casi uniforme, que se congregaba ante los tenderetes.
Me marché sin echar la
vista atrás, para no ensuciar el recuerdo, para que aquella burbuja de fantasía
dentro de la realidad siguiese tintada para siempre en mi memoria de aquella festividad
colorida. Porque todo perdura en el recuerdo, y solo lo que uno imagina puede
ser real.
Y con la varilla me
entretuve toda mi tarde, caminando sin descanso ante la vida palpitante que
cubría el mercado, con el aroma a mango todo el día colgando en el olfato,
mientras las palabras del argentino iban dando vueltas en mi cabeza,
convirtiendo un triste “no te he sacado
el dinero, pero te he sacado una sonrisa" en el más bello poema que alguien
me halla recitado.
Aún ahora, la varilla de mango descansa con ternura
sobre mis letras, impregnando las palabras con su aroma, reavivando los
recuerdos, trayendo al presente palabras de amor imaginadas y una pasión
todavía no inventada.